sábado, 28 de enero de 2012

Sacar fotos sin máquina




Suelen decir que la fotografía es una afición cara. Lo que no saben es que se puede ser un grandísimo fotógrafo... ¡sin cámara! Ya sé que, de primeras, parece una tontería. Pero no descartes la idea sin probarla primero. Recuerda que, una vez más, nadie te lo impide.

La calidad de una imagen no es directamente proporcional al precio del aparato con que se ha tomado. No te conviertes en fotógrafo por el mero hecho de comprar una cámara lujosa o un objetivo carísimo. Porque fotografiar es, ante todo, un acto humano. Aunque lo técnico influye, nunca se trata de pura mecánica robótica.

«Presione un botón, nosotros hacemos el resto» dijo George Eastman en 1888. Lo peor de este eslogan de Kodak es que nos lo hemos creído. Como si todo el busilis residiera en el momento del disparo. En realidad, suceden muchísimas cosas antes y después. Porque todas las imágenes (también las fotográficas) las construimos nosotros. Cada una constituye una apuesta ética, no el fruto irresponsable y necesario de un artilugio alemán o japonés.

Todo comienza en la mirada. Para ser un buen fotógrafo debes cultivar un modo propio de contemplar el mundo. Mira. Mira más. Donde nunca has mirado y donde siempre lo has hecho. Aprende a mirar. Mira mejor. Lo pequeño y lo grande, lo próximo y lo lejano, lo sencillo y lo complejo, lo habitual y lo irrepetible, lo evidente y lo oculto, lo pasado y lo futuro, lo que vive, nace o muere, lo que ya no está. Mira. Vuelve a mirar.

Sal a la calle. Mendiga imágenes en cada esquina, en los callejones. Encuentra tu punto de vista a ras de suelo o por encima de los edificios. Puedes moverte rápido o apostarte largo tiempo en el mismo lugar. Indaga detrás de los cristales, hasta confundir lo de dentro y lo de fuera. Encuadra con los dedos, con un trozo de papel o sólo con la imaginación. Inventa distancias y relaciones, traza líneas ortogonales o en diagonal. Cámbiate de sitio.

No siempre es una búsqueda, porque a veces las imágenes te encuentran a ti. También puedes intentar construirlas, sin salir de casa. Baja las persianas y cierra los ojos. Es hora de mirar adentro. Quita y añade sin prisa colores y masas. Cobra distancia o acércate más. Tienes que mover aquel cuerpo y decidir los límites del azul. Inténtalo de nuevo, aunque sea en blanco y negro. Borra paisajes una y otra vez. Insiste.

En realidad, sólo dispones de una herramienta verdadera. Es el pincel y la pintura del fotógrafo y solemos llamarla luz. Ha llegado el momento de redescubrirla, de conocerla despacio y con respeto. Te está esperando. Deberías acecharla de día y de noche, cuando amanece, turbia y perezosa, o mientras se acuesta lánguida por el poniente. También cuando impera al mediodía. Ninguna novia aporta tan fantástica dote. Porque la luz te entrega el color y el volumen, el paso de los días y el ritmo de las estaciones. Gracias a ella encontrarás de nuevo tu lugar en este planeta redondo: norte y sur, levante y oeste.

Tienes que salir a su encuentro. Porque cualquier foto es solamente eso: una interferencia en el camino de la luz. Para remansarla sirve una tapia, un vestido, cualquier cosa. Todo lo intercalado es sombra, aquietada al fin. Aunque basta una brisa ligera para inventar también el cinematógrafo.

Aprendí de una artista gaditana a conservar la luz en cualquier trozo de papel. Gracias, Ana. Doblaba pliegos para exponerlos a la intemperie en la terraza. Las partes quemadas conservaban el sol. Al menos registraban su paso, ese tiempo acelerado que ilumina todo y también lo envejece y decolora.

Juega con la luz. Puedes incluso llevarla a tu casa. Proyecta sombras en la pared de tu cuarto con un flexo viejo o un cabo de vela. Verás qué alegría cuando compartas con tus seres queridos esos inmensos murales de penumbras. No hace falta la cámara ni es necesario un museo. Porque todas las fotos las llevamos dentro. Claro que, a veces, no podrás enseñarlas a nadie si no es en una triste copia de palabras. Como ésta que acabo de entregarte.



© Echeve, 2012

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