Suelen
decir que la fotografía es una afición cara. Lo que no saben es que se puede
ser un grandísimo fotógrafo... ¡sin cámara! Ya sé que, de primeras, parece una
tontería. Pero no descartes la idea sin probarla primero. Recuerda que, una vez
más, nadie te lo impide.
La
calidad de una imagen no es directamente proporcional al precio del aparato con
que se ha tomado. No te conviertes en fotógrafo por el mero hecho de comprar
una cámara lujosa o un objetivo carísimo. Porque fotografiar es, ante todo, un
acto humano. Aunque lo técnico influye, nunca se trata de pura mecánica
robótica.
«Presione
un botón, nosotros hacemos el resto» dijo George Eastman en 1888. Lo peor de
este eslogan de Kodak es que nos lo hemos creído. Como si todo el busilis residiera
en el momento del disparo. En realidad, suceden muchísimas cosas antes y
después. Porque todas las imágenes (también las fotográficas) las construimos
nosotros. Cada una constituye una apuesta ética, no el fruto irresponsable y
necesario de un artilugio alemán o japonés.
Todo
comienza en la mirada. Para ser un buen fotógrafo debes cultivar un modo propio
de contemplar el mundo. Mira. Mira más. Donde nunca has mirado y donde siempre
lo has hecho. Aprende a mirar. Mira mejor. Lo pequeño y lo grande, lo próximo y
lo lejano, lo sencillo y lo complejo, lo habitual y lo irrepetible, lo evidente
y lo oculto, lo pasado y lo futuro, lo que vive, nace o muere, lo que ya no
está. Mira. Vuelve a mirar.
Sal a
la calle. Mendiga imágenes en cada esquina, en los callejones. Encuentra tu
punto de vista a ras de suelo o por encima de los edificios. Puedes moverte
rápido o apostarte largo tiempo en el mismo lugar. Indaga detrás de los
cristales, hasta confundir lo de dentro y lo de fuera. Encuadra con los dedos,
con un trozo de papel o sólo con la imaginación. Inventa distancias y
relaciones, traza líneas ortogonales o en diagonal. Cámbiate de sitio.
No
siempre es una búsqueda, porque a veces las imágenes te encuentran a ti.
También puedes intentar construirlas, sin salir de casa. Baja las persianas y
cierra los ojos. Es hora de mirar adentro. Quita y añade sin prisa colores y
masas. Cobra distancia o acércate más. Tienes que mover aquel cuerpo y decidir
los límites del azul. Inténtalo de nuevo, aunque sea en blanco y negro. Borra
paisajes una y otra vez. Insiste.
En
realidad, sólo dispones de una herramienta verdadera. Es el pincel y la pintura
del fotógrafo y solemos llamarla luz. Ha llegado el momento de redescubrirla,
de conocerla despacio y con respeto. Te está esperando. Deberías acecharla de
día y de noche, cuando amanece, turbia y perezosa, o mientras se acuesta
lánguida por el poniente. También cuando impera al mediodía. Ninguna novia
aporta tan fantástica dote. Porque la luz te entrega el color y el volumen, el
paso de los días y el ritmo de las estaciones. Gracias a ella encontrarás de
nuevo tu lugar en este planeta redondo: norte y sur, levante y oeste.
Tienes
que salir a su encuentro. Porque cualquier foto es solamente eso: una
interferencia en el camino de la luz. Para remansarla sirve una tapia, un
vestido, cualquier cosa. Todo lo intercalado es sombra, aquietada al fin.
Aunque basta una brisa ligera para inventar también el cinematógrafo.
Aprendí
de una artista gaditana a conservar la luz en cualquier trozo de papel.
Gracias, Ana. Doblaba pliegos para exponerlos a la intemperie en la terraza.
Las partes quemadas conservaban el sol. Al menos registraban su paso, ese
tiempo acelerado que ilumina todo y también lo envejece y decolora.
Juega
con la luz. Puedes incluso llevarla a tu casa. Proyecta sombras en la pared de
tu cuarto con un flexo viejo o un cabo de vela. Verás qué alegría cuando
compartas con tus seres queridos esos inmensos murales de penumbras. No hace
falta la cámara ni es necesario un museo. Porque todas las fotos las llevamos
dentro. Claro que, a veces, no podrás enseñarlas a nadie si no es en una triste
copia de palabras. Como ésta que acabo de entregarte.
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