Otto
solía decir que la palabra más bonita en castellano es «cantimplora». A mí no
me parece como para tirar cohetes. Claro que el juicio de gusto continúa siendo
un misterio, pues siempre hay un roto para un descosido. No diré aquello de
«para gustos los colores». Más que nada porque, a poco que se trabaje con
ellos, uno se percata de que, en realidad, los colores son para especialistas.
Lo digo en serio. Aunque reconozco que aquí, como en tantos terrenos, el mundo
de las preferencias personales funciona como una caja de sorpresas.
Tampoco
me convencen esas votaciones populares acerca de las palabras más hermosas.
Seguro que has visto alguna en los periódicos o en Internet, pues proliferan
como setas en los otoños informativos. Las redacciones deben de estar atestadas
de neoestoicos y seguidores de Nietzsche y Poincaré. Sólo así se explicaría su
apego a la recurrencia y a la práctica del eterno retorno.
Nada
tengo contra la democracia, mientras alguien no invente algo mejor. Pero el
resultado de esos plebiscitos sobre beldades léxicas no coincide con mis
intereses. Supongo que los votantes se atienen sólo al contenido de los
vocablos. Por eso suelen encabezar esas listas palabras como «amor»,
«libertad», «paz», «vida»... Su significado será bonito, pero me suenan fatal.
Sucede que, en este caso, soy partidario de fijarse menos en «la letra» y más
en la melodía. Para mí, las palabras, ante todo, suenan. Además, esas voces
grandilocuentes han perdido los encantos de su juventud por culpa de todos esos
proxenetas del lenguaje que las arrastran de tribuna en tribuna.
Tendremos
que buscar nuestras propias palabras. Lo de quedarse sólo ante el peligro
termina por convertirse en un gaje habitual de un montón de oficios. Sobre todo
de ésos que intuyes relevantes sin saber con precisión en qué consisten. Ya me
entiendes...
Tampoco
puedo aportar una colección definitiva. Lo de «siga buscando» no es sólo un
tópico de los sorteos de «rasca y gana». Al menos en mi caso, constituye todo
un programa de vida. Aunque puedo adelantarte algún hallazgo que otro, por si
te sirve de ayuda.
Me
fascina, por ejemplo, la palabra «besamel». No pienses en espinacas flotantes
ni en la pasta espesa de las croquetas. Concéntrate en el sonido y repítela un
par de veces, al menos en tu interior. Besamel. Tiene muchísimo de beso y algo
de nombre de mujer...
He
tropezado con vocablos preciosos en terrenos que parecían poco propicios. Los
insectos, por ejemplo, suelen provocarnos asco y miedo. Pero detrás de esa
barrera de repulsión se esconde un tesoro de nombres evocadores. El término
«libélula», sin ir más lejos, no está nada mal. Si lo pronuncias puedes
quedarte suspendido en el aire siquiera un instante.
Maquetando
un libro de coleópteros descubrí todo un continente de belleza en ese reino
inmenso de seres minúsculos y despreciados. Sus formas, colores y texturas
dejan en ridículo a cualquier diseñador d’haute couture. La hermosura de sus nombres no se
queda a la zaga. Maravillosa resulta la denominación de «crisomélidos», que
abarca a toda una familia. Aunque no la cambio por el hipnótico título de
«agapantia de los asfodelos», con el que se conoce a una sutil criatura de
largas antenas.
Te
aconsejo que explores territorios insólitos. La belleza se esconde donde menos
te lo esperas. Suele ser juguetona y discreta, y quizá por esa extraña mezcla
nos cautiva. Tampoco sabe de nacionalismos ni fronteras. Algunas de mis
palabras favoritas pertenecen a otros idiomas. Aunque otra vez toparemos con
insectos. El modo de designar en euskera a la «mariposa» me parece un prodigio: pinpilinpauxa. Un lepidóptero revolotea en tus neuronas si masticas durante
un rato tan onomatopéyico vocablo. Prueba.
Otras
expresiones vascas me encandilan, como bihotza («corazón»). Aunque aquí la
fonética se mezcla con el recuerdo infantil de la voz de mi madre. No quisiera
imponerte dulzuras tan personales. Sé que, cuando algo nos gusta, pensamos que
el mundo debería detenerse. Pero nunca es así. Si nos preguntáramos siquiera por
qué aquello nos
gusta o desagrada, podríamos, al menos, entablar un diálogo. Cuando caminamos
hacia las causas siempre encontramos compañeros de viaje. ¿Por qué a veces nos
empeñamos en circular en sentido contrario hacia un descampado de soledad
intransferible?
Si me
preguntas por los patronímicos, acudiré también a una lengua extranjera. Mis
nombres favoritos de mujer son franceses: Solange y Pauline. Quizá por ese
tópico literario que solía exaltar los encantos de las damas parisinas. El
primero lo aprendí en un deslumbrante relato de Ribeyro. Supongo que se
pronuncia «Solanch» o algo así. Desde entonces, puedo escuchar en esas dos
sílabas el peligro dulce y fatal de los amores quiméricos y ambiguos. Lo de
«Pauline» es un caso curioso. Supe de él por el grupo gijonés de pop indie fundado por las hermanas Álvarez,
que tomó prestado su nombre del título de la película de Rohmer. Supuse durante
años que se decía «Paulín», cuando lo correcto se acerca más a «Polín». Resulta
que estuve encandilado de un error. En realidad, todavía lo estoy. Pues nadie
nos impide extraer belleza incluso de las equivocaciones.
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