sábado, 28 de enero de 2012

Buscar palabras bonitas




Otto solía decir que la palabra más bonita en castellano es «cantimplora». A mí no me parece como para tirar cohetes. Claro que el juicio de gusto continúa siendo un misterio, pues siempre hay un roto para un descosido. No diré aquello de «para gustos los colores». Más que nada porque, a poco que se trabaje con ellos, uno se percata de que, en realidad, los colores son para especialistas. Lo digo en serio. Aunque reconozco que aquí, como en tantos terrenos, el mundo de las preferencias personales funciona como una caja de sorpresas.

Tampoco me convencen esas votaciones populares acerca de las palabras más hermosas. Seguro que has visto alguna en los periódicos o en Internet, pues proliferan como setas en los otoños informativos. Las redacciones deben de estar atestadas de neoestoicos y seguidores de Nietzsche y Poincaré. Sólo así se explicaría su apego a la recurrencia y a la práctica del eterno retorno.

Nada tengo contra la democracia, mientras alguien no invente algo mejor. Pero el resultado de esos plebiscitos sobre beldades léxicas no coincide con mis intereses. Supongo que los votantes se atienen sólo al contenido de los vocablos. Por eso suelen encabezar esas listas palabras como «amor», «libertad», «paz», «vida»... Su significado será bonito, pero me suenan fatal. Sucede que, en este caso, soy partidario de fijarse menos en «la letra» y más en la melodía. Para mí, las palabras, ante todo, suenan. Además, esas voces grandilocuentes han perdido los encantos de su juventud por culpa de todos esos proxenetas del lenguaje que las arrastran de tribuna en tribuna.

Tendremos que buscar nuestras propias palabras. Lo de quedarse sólo ante el peligro termina por convertirse en un gaje habitual de un montón de oficios. Sobre todo de ésos que intuyes relevantes sin saber con precisión en qué consisten. Ya me entiendes...

Tampoco puedo aportar una colección definitiva. Lo de «siga buscando» no es sólo un tópico de los sorteos de «rasca y gana». Al menos en mi caso, constituye todo un programa de vida. Aunque puedo adelantarte algún hallazgo que otro, por si te sirve de ayuda.

Me fascina, por ejemplo, la palabra «besamel». No pienses en espinacas flotantes ni en la pasta espesa de las croquetas. Concéntrate en el sonido y repítela un par de veces, al menos en tu interior. Besamel. Tiene muchísimo de beso y algo de nombre de mujer...

He tropezado con vocablos preciosos en terrenos que parecían poco propicios. Los insectos, por ejemplo, suelen provocarnos asco y miedo. Pero detrás de esa barrera de repulsión se esconde un tesoro de nombres evocadores. El término «libélula», sin ir más lejos, no está nada mal. Si lo pronuncias puedes quedarte suspendido en el aire siquiera un instante.

Maquetando un libro de coleópteros descubrí todo un continente de belleza en ese reino inmenso de seres minúsculos y despreciados. Sus formas, colores y texturas dejan en ridículo a cualquier diseñador d’haute couture. La hermosura de sus nombres no se queda a la zaga. Maravillosa resulta la denominación de «crisomélidos», que abarca a toda una familia. Aunque no la cambio por el hipnótico título de «agapantia de los asfodelos», con el que se conoce a una sutil criatura de largas antenas.

Te aconsejo que explores territorios insólitos. La belleza se esconde donde menos te lo esperas. Suele ser juguetona y discreta, y quizá por esa extraña mezcla nos cautiva. Tampoco sabe de nacionalismos ni fronteras. Algunas de mis palabras favoritas pertenecen a otros idiomas. Aunque otra vez toparemos con insectos. El modo de designar en euskera a la «mariposa» me parece un prodigio: pinpilinpauxa. Un lepidóptero revolotea en tus neuronas si masticas durante un rato tan onomatopéyico vocablo. Prueba.

Otras expresiones vascas me encandilan, como bihotza («corazón»). Aunque aquí la fonética se mezcla con el recuerdo infantil de la voz de mi madre. No quisiera imponerte dulzuras tan personales. Sé que, cuando algo nos gusta, pensamos que el mundo debería detenerse. Pero nunca es así. Si nos preguntáramos siquiera por qué aquello nos gusta o desagrada, podríamos, al menos, entablar un diálogo. Cuando caminamos hacia las causas siempre encontramos compañeros de viaje. ¿Por qué a veces nos empeñamos en circular en sentido contrario hacia un descampado de soledad intransferible?

Si me preguntas por los patronímicos, acudiré también a una lengua extranjera. Mis nombres favoritos de mujer son franceses: Solange y Pauline. Quizá por ese tópico literario que solía exaltar los encantos de las damas parisinas. El primero lo aprendí en un deslumbrante relato de Ribeyro. Supongo que se pronuncia «Solanch» o algo así. Desde entonces, puedo escuchar en esas dos sílabas el peligro dulce y fatal de los amores quiméricos y ambiguos. Lo de «Pauline» es un caso curioso. Supe de él por el grupo gijonés de pop indie fundado por las hermanas Álvarez, que tomó prestado su nombre del título de la película de Rohmer. Supuse durante años que se decía «Paulín», cuando lo correcto se acerca más a «Polín». Resulta que estuve encandilado de un error. En realidad, todavía lo estoy. Pues nadie nos impide extraer belleza incluso de las equivocaciones.



© Echeve, 2012


No hay comentarios:

Publicar un comentario